El 20 de junio de 2025, una tienda de D1 ubicada en el barrio Las Ferias, en la localidad de Engativá, fue cerrada por el Ministerio del Trabajo tras encontrar condiciones sanitarias y estructurales que ponían en riesgo la salud y seguridad de sus empleados. El hecho, que pudo parecer aislado, destapó una olla de denuncias represadas por parte de trabajadores que se sienten explotados, vigilados y silenciados por una empresa que ha basado su éxito económico en la precarización sistemática de quienes sostienen su operación.
Largas jornadas de más de doce horas, múltiples funciones asumidas por una sola persona —desde cajero, empacador y vigilante, hasta limpieza y descarga—, y la imposición de tareas fuera del contrato sin recargo alguno, son solo algunas de las denuncias hechas por trabajadores y respaldadas por organizaciones sindicales. Según testimonios, en muchos locales no hay horario de desconexión y se exige trabajo extra incluso fuera del turno. A esto se suma el control absoluto sobre los empleados, quienes deben responder por pérdidas de productos, robos y situaciones externas a su responsabilidad.
Mientras los empleados denuncian acoso laboral, amenazas y persecución sindical, la empresa responde con comunicados legales y maniobras intimidatorias. Incluso ha llegado a advertir con acciones judiciales a quienes denuncien irregularidades, en una clara estrategia de silenciamiento y control de la narrativa. Los trabajadores agrupados en sindicatos como Sintra‑D1 han sido el blanco principal de estas presiones, especialmente después de haber hecho públicas las condiciones laborales en varias regiones del país.
D1 es propiedad del Grupo Santodomingo, una de las familias más ricas y poderosas del país, y parte de la estructura empresarial de Koba Colombia, firma que ha reportado ganancias multimillonarias en los últimos años. Su modelo de negocio ha sido vendido como una “solución de ahorro” para el consumidor, pero lo que esconde detrás es una fórmula agresiva de reducción de costos a toda costa: menos personal, más funciones, baja remuneración, y una política antisindical disfrazada de eficiencia.
Pero el daño no solo afecta a sus empleados. Las tiendas de barrio, que durante décadas fueron centros de encuentro, conversación y vida comunitaria en los barrios de Bogotá y todo el país, han venido desapareciendo ante la llegada de D1 y otras grandes cadenas. El tendero de toda la vida, que fiaba, escuchaba y tejía relaciones humanas, ha sido desplazado por un modelo impersonal, automatizado y funcional al consumo masivo. La cultura barrial y la economía popular están siendo arrasadas, una cuadra a la vez, por una lógica empresarial que impone la rentabilidad sobre la vida.
Frente a esta situación, el Ministerio del Trabajo ha intensificado inspecciones a nivel nacional, no solo a D1 sino también a otras cadenas de bajo costo como Ara, Olímpica e Ísimo. La ofensiva regulatoria hace parte de un esfuerzo por garantizar condiciones laborales dignas y frenar el avance de un modelo empresarial que normaliza el maltrato y la explotación como parte de sus operaciones diarias.
El caso D1 es un reflejo brutal de lo que ocurre cuando el capital decide que sus utilidades valen más que la dignidad de quienes hacen posible su funcionamiento. Las cifras multimillonarias que reportan sus balances financieros contrastan con las historias de desgaste físico, emocional y psicológico de sus empleados, y con la ruina silenciosa de cientos de pequeños comercios que ya no pueden competir.
Desde Tibanica Prensa Independiente, exigimos que se investigue a fondo, que se proteja a los trabajadores que han denunciado, que se reparen los daños causados a la economía popular y que se construya un modelo empresarial justo, donde no se sigan sacrificando vidas para sostener descuentos. Porque ningún ahorro vale la pena si está manchado por el sudor, el miedo y la injusticia.
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